domingo, 1 de febrero de 2015

Juego a tres bandas sin carambola.



Le parecía mentira haber conseguido traspasar la barrera de los prejuicios y  hacer realidad unos de sus sueños. Bueno, no solo el de él sino el de casi todos los hombres.

Había llegado a los cuarenta siendo un hombre de orden, de plaza fija en un ministerio- motivo de orgullo para sus padres y de envidia de sus amigos en paro-, con novia formal durante más de quince años, aunque el amor se frustrara en el último momento, dejándole a dos meses de la boda compuesto y con una hipoteca.

Contempló los bellos cuerpos y las manos ansiosas que  los recorrían a unos pocos centímetros de él mientras unos ojos lascivos le miraban y unas bocas se abrían entre lenguas. Eran como dos diosas. Su cabellos, cobrizos y castaños, refulgían bajo el color rosáceo de la lamparita, próxima a la cama, que atenuaba la penumbra de la habitación del hotel. ¡Él con dos mujeres!

Notaba como la excitación le iba en aumento y un ardor interior le quemaba la entrepierna, a pesar del aire acondicionado que le daba de plano. Pero era un hombre autocontrolado- no se puede ser de otra manera cuando se está de cara al público ocho horas al día, cinco días a la semana-, y quería sacar el mayor partido a su regalo.

Los suspiros y gemidos de las mujeres rompían el silencio como una candencia de deseo que seguía el ritmo de unos dedos que exploraban los lugares en donde pronto entraría él. Cuando sintió que llegaba al límite se incorporó para entrar en el juego. En ese momento sintió una tremenda punzada en la espalda que reconoció sin dudar.

-¡Noooo!- gritó con desesperación.

Las dos mujeres se quedaron paralizadas y cambiaron su mirada libidinosa por otra interrogatoria

-¡Maldito aire acondicionado! ¡Dios, qué dolor!-.

Efectivamente, su cara de placer se había convertido en una máscara de sufrimiento gracias al pinzamiento del nervio ciático, una lesión renuente por su trabajo sedentario.

Nunca conseguiría esa carambola a tres bandas.

Consciente de que todo estaba perdido, contempló con tristeza su lánguido miembro que se iba arrugando por momentos lo mismo que su sueño dorado. Hizo de tripas corazón y suplicó a las chicas que esperaban sin saber qué hacer.

-Por favor, que una me ayude a vestirme y que otra vaya llamando a un taxi.

Horas después, mientras le volvía a enseñar el culo a otra mujer, una enfermera de Urgencias que le inyectaba vitamina B, pensó en las palabras de Martínez, el muy imbécil, en la máquina del café aquella mañana.

- Ya sabes, Jiménez, de los cuarenta para arriba...Que ya no estamos para muchos trotes.
 
Autor de la ilustración Franz  Frichard

Nota de la autora: Franz Frichard es el alter ego de Ricardo Ranz.

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