viernes, 31 de agosto de 2012

A por uvas

Termina agosto y llega septiembre que, a pesar de lo que parece, es un mes veraniego en sus tres cuartas partes, lo mismo que junio es primavera en la misma proporción. Pero el cuerpo ya se te vuelve de otoño, excepto para aquellos que inician ahora sus vacaciones, los menos y a los que felicito, que casi todos somos agosteños para estas lides.

Septiembre es un buen mes, un  tanto engañoso en su nombre, pues indicando que es el séptimo, ocupa el noveno lugar en el calendario, y con regusto a segunda oportunidad, de la que saben muy bien los malos estudiantes.

Pero sobre todo es el mes de la vendimia, de las uvas maduras que servirán de alimento en nuestra mesa o de aquellas que, después del proceso milagroso de la fermentación, se transformarán en el precioso líquido que animará comidas, cenas, celebraciones y demás fastos, vestido de rojo o dorado.

Adoro las uvas, su sabor dulce, como las de moscatel, y esa sensación de crujido entre los dientes, cuando la piel explota y suelta el mosto en la punta de la lengua. Solas o con queso, o con unas migas manchegas, su sabor y su textura me encanta.

Bienvenido sea septiembre aunque solo sea por ofrecernos un fruto tan excelso como las uvas, deseado por emperadores y doncellas, que tras ser pisado, no solo no se siente humillado sino que, generoso,  nos regala su sangre exquisita.

Por lo demás, seguiremos inmersos en este tedio y monotonía de un gobierno y de una economía, que sin ir de vendimia, están a por uvas.

 Sed felices

miércoles, 29 de agosto de 2012

Viejas costumbres

Retomar las viejas costumbres marca el fin del verano, o, quizá, es el fin del verano el que nos sitúa en posición de  volver a aquellos hábitos que nos ocupan el resto de los nueve meses.

Para los niños y jóvenes, la vuelta a los estudios, a los madrugones, a los días de tardes efímeras  y de cortos fines de semana. Para los adultos el reencuentro con la mesa de la oficina,  las tareas domésticas, el mostrador de la tienda, la pizarra del aula o el volante del taxi, que habían sido olvidados durante las vacaciones y que marcan el camino entre dos sábados.

Pronto esas actividades tendrán como escenarios unas calles alfombradas de hojas amarillas, de viento frío, de botas y bufandas. La piel, que poco a poco ha perdido su tono bronceado y que ha vuelto a su color natural, buscará los tímidos rayos de sol, para conocer la tibieza de los cortos días de invierno.

Pero un día, como tantos días de tantos años, como ocurre siempre desde que el mundo es mundo, los árboles volverán a brotar, las hojas ya  no serán colchón, sino bóveda y nosotros sentiremos otra vez como el sol alarga las horas de luz, como los cuerpos se descubren tras las lanas y el cuero. Y los niños llenarán los parques y los enamorados se besarán en los bancos, orgullosos de su amor al aire libre.

Y entonces, esos tres meses de luz, calor y libertad, cargarán, una vez más, de energía nuestra pila vital, para volver a iniciar, de nuevo, el ciclo de nuestra existencia, en este juego perpetúo del devenir del tiempo. Quizá la vida sea eso simplemente, la esperanza en el próximo verano.

Sed felices.

lunes, 27 de agosto de 2012

Señales (un pequeño relato de verano)



Igual que las balizas en el mar, marcando los límites de las aguas profundas, las partes que cubría su escueto bikini y que quedaban reservadas de los rayos del sol, señalaban las zonas en las que sumergirse, quizá peligrosamente,  arrastrado por la pasión.

Al contrario de lo que escuchaba a algunos amigos y compañeros de trabajo, defensores de un bronceado uniforme,  a él le excitaba contemplar esas áreas  más claras, casi blancas, ocultas a las miradas  de los  demás mortales,  y que contrastaban en gran manera con el resto de su cuerpo color nogal.

A veces, en la oscuridad de la habitación, cuando ella dormía, se quedaba observando como esas marcas relucían a la luz del farol que penetraba por el ventanal, brillantes, reflectantes: dos semiconos perfectos, que se elevaban, como helados de chocolate y nata coronados de caramelo, al ritmo de  su respiración. A una cuarta de su ombligo, un triángulo marfileño, suave y terso,  que como el de las Bermudas, era capaz de trasladarle a otra dimensión. Y al girar su cuerpo,  marcando la frontera entre la curva de su espalda y sus bronceadas piernas,  mostraba un planisferio de  albos continentes divididos que le  invitaba  a descubrir sus territorios.

Todavía recuerda, a pesar de que el otoño ya está en el horizonte, las tardes de verano, de siestas enredadas en juegos amorosos, con la brisa del mar balanceando el visillo blanco en la alcoba, casi en penumbra para huir de calor, y las noches  de estío, amenizadas por el canto de los grillos y el sonido de las olas, en las que sus dedos y su boca traspasaban esos límites marcados y se adentraban en un mundo de deseos y  promesas  tan ardientes como el sol que había dejado vírgenes  las blancas señales en su cuerpo.