lunes, 27 de febrero de 2012

¡Qué miedo!

Decía el gran escritor William Shakespeare que solo temía el temor de los demás. Es cierto, estoy completamente de acuerdo en que no hay nada peor que el miedo.
Estamos en una sociedad temerosa, miedosa, en la que el sentimiento a perder se ha impuesto sobre muchos otros, porque quizá, como los niños caprichosos, nos han acostumbrado a tenerlo todo. Ayer tuve la ocasión de leer un artículo en el que se comentaba que el temor a perder es dos veces más intenso que la alegría de ganar. Quizá esto explique la tendencia a conservar, a no arriesgar de muchas personas.
No estoy hablando del instinto de conservación, que es natural y que impide que, a no ser que se nos haya ido la olla, nos lancemos a cruzar una autopista llena de coches. Me refiero a ese recelo a dar un paso hacia delante que muchos sienten y, lo que es peor, impulsan hacia los demás, intentando implicarles en sus temores.
Recuerdo a alumnos míos que me comentaban como, incluso desde sus familiares, les intentaban quitar de la cabeza proyectos e ideas para montar sus negocios y siempre tras los argumentos del riesgo.
El riesgo es útil, siempre que hablemos de un riesgo calculado. Porque, además, la propia vida es en si riesgo y nosotros los humanos, a pesar de lo que nos han hecho creer, no podemos tener todo controlado.
Sabemos que somos limitados y que un día llegaremos a nuestro destino final. Y de nosotros depende que ese camino esté jalonado de ilusiones, de proyectos, de logros, o que simplemente lo llenemos, como el carrillo de un hamster, de aquello material  a lo que nos aferramos, quedándonos sentados, llorando nuestras pérdidas, bien sujetos a la cadena del temor en vez de salir en busca de nuestras ganancias, de nuestras oportunidades.
Si al fin y al cabo, dentro de cien años, todos calvos....

Sed felices-

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