sábado, 25 de febrero de 2012

La última noche de Helena

Sentada en su tocador, cepillándose el cabello una, diez, veinte veces, contemplaba su imagen. Sus ojos grandes, de largas pestañas, su nariz recta que formaba una Y perfecta con el arco de sus cejas, su cuello largo que descendía hacia su escote, enmarcado por las sutiles telas que envolvían su pecho. La luna brillaba en el horizonte, iluminando la noche, la última noche....
El cuerpo de su amado yacía tumbado, y mirándole observó como su fuerte pecho ascendía y descendía suavemente, envuelto en el sueño embriagador del amor cumplido. Era tan joven, que poco sabía de la vida y menos conocía de la muerte.
Dejó el peine sobre la brillante piedra de mármol y se asomó a la terraza que rodeaba el palacio del rey de Troya. A lo lejos vislumbró las luces del campamento griego, en donde pernoctaban los ejércitos  reunidos por su esposo, Menelao, para vengar la afrenta de su honor, a la espera del amanecer que iniciaría la contienda.
Morfeo se negaba a extender su manto y aplacar su angustia con el sueño. ¡Oh, Padre!- oró al gran Zeus, ¿Por qué he de ser la culpable de la muerte de los valientes?. ¡Oh, Afrodita! ¿Por qué  me tocaste con la vara del amor y me mostraste el peor de los caminos?- clamaba en su interior.
Tras de ella, oyó un suspiro y una voz, dulcemente, pronunció su nombre, Helena....
Contempló el rostro del hombre que había desafiado al mundo por tenerla, por poseer su belleza. Y acercándose al lecho, se tumbó a su lado y enlazo su cuerpo con los brazos, y le besó con pasión, dejándose llevar en los brazo de Eros. Quizá su futuro dependiera del resultado de la batalla, pero había merecido la pena. En uno solo de esos besos reposaba la Eternidad .
Y, por fin, Helena  se durmió.

Sed felices

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