sábado, 11 de febrero de 2012

David

David era David antes de nacer, antes de ni siquiera saber si algún día yo sería su madre.

De pequeña, como casi todos los niños de mi generación la Historia Sagrada era una fuente de la que bebíamos todos y en las que encontrábamos héroes y villanos, lo  mismo que ahora los niños los encuentran en los relatos de ciencia ficción. Y de entre esos relatos bíblicos dos eran los que más me entusiasmaban: el de David y Goliath y Judith y Holofernes. Porque ambos hablaban de las mismas cosas: de como con los instrumentos, con los medios que  se tienen en un momento dado, con astucia e inteligencia se puede combatir y ganar al adversario, en teoría más fuerte.

La imagen de pastor israelita ante el gigante filisteo, en el momento de blandir la honda, cuando está a un segundo de batirle, me parecía emocionante y a la vez ejemplo de arrojo ante lo imposible. Y ese nombre quedó impreso en mi memoria y decidí que si tenía algún hijo, le llamaría David.

Y así fue. Tal día como hoy, hace veintiséis nació mi hijo, mi primer hijo. Y como el héroe bíblico tiene que afrontar actualmente muchas dificultades, pero tiene también la inteligencia y la capacidad de su homónimo. Hoy le quiero dedicar esta entrada para que sepa que, a pesar de que lo cotidiano a veces nos pierde, me siento muy, muy orgullosa de él.

Permitidme, por tanto,  que sea a él, a mi David,  a quien le desee particularmente que sea feliz hoy y siempre.

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